Erase una vez unos coleccionistas que crearon un club para encontrarse e intercambiar información y piezas de su colección. Pagaban anualmente una pequeña cotización y gracias al trabajo de voluntariado de algunos de sus miembros, conseguían llevar adelante muchas iniciativas.
Una de las actividades “estrella” era la organización, al menos un par de veces al año, de unas jornadas de encuentro e intercambio. Como era un club inglés de coleccionistas de hueveras, le dieron a estas reuniones el nombre de “eggschanges”, que resulta divertido y adecuado.
La cita para los “eggschanges” solía ser en un pueblecito y tenía lugar en una sala grande, ya fuera una escuela, sala de deportes, etc. El programa era el siguiente: A las 10 de la mañana se abría oficialmente el encuentro, los coleccionistas que iban llegando tenían derecho a una o más mesas, donde podían exponer las hueveras que querían vender, con el precio bien marcado.
Mientras dejaba al frente de su “mercancia” al marido, hijo, u otra víctima voluntaria, el/la coleccionista recorría con ojos ávidos toda la sala, buscando en las mesas de sus colegas la perla rara, controlando dónde estaba lo que más le interesaba y calculando con precisión los movimientos que tendría que hacer cuando se autorizara la compra-venta, a las 11 horas exactas. Porque ese era el rito, hasta entonces no se podía comprar nada, pero cuando llegaba esa hora y sonaba la campana, todos los coleccionistas se abalanzaban a la mesa donde habían fichado la ganga y, como casi todos se abalanzaban a la misma mesa, el tumulto que se formaba parecía de primer día de rebajas.
Una de las actividades “estrella” era la organización, al menos un par de veces al año, de unas jornadas de encuentro e intercambio. Como era un club inglés de coleccionistas de hueveras, le dieron a estas reuniones el nombre de “eggschanges”, que resulta divertido y adecuado.
La cita para los “eggschanges” solía ser en un pueblecito y tenía lugar en una sala grande, ya fuera una escuela, sala de deportes, etc. El programa era el siguiente: A las 10 de la mañana se abría oficialmente el encuentro, los coleccionistas que iban llegando tenían derecho a una o más mesas, donde podían exponer las hueveras que querían vender, con el precio bien marcado.
Mientras dejaba al frente de su “mercancia” al marido, hijo, u otra víctima voluntaria, el/la coleccionista recorría con ojos ávidos toda la sala, buscando en las mesas de sus colegas la perla rara, controlando dónde estaba lo que más le interesaba y calculando con precisión los movimientos que tendría que hacer cuando se autorizara la compra-venta, a las 11 horas exactas. Porque ese era el rito, hasta entonces no se podía comprar nada, pero cuando llegaba esa hora y sonaba la campana, todos los coleccionistas se abalanzaban a la mesa donde habían fichado la ganga y, como casi todos se abalanzaban a la misma mesa, el tumulto que se formaba parecía de primer día de rebajas.
La primera media hora discurría con mucha tensión, pero una vez que cada uno había conseguido o perdido las piezas a las que les había echado el ojo, pues ya la calma volvía a reinar en el local, y los asistentes se sonreían educadamente mientras compartían un café o un té y contemplaban las piezas más interesantes, intentando olvidar que pocos minutos antes hubieran podido despedazarse los unos a los otros. Al final de la mañana, cada expositor donaba alguna de sus piezas al Club, y se organizaba una subasta para recoger fondos. Así es como, gracias al trabajo y entusiasmo de unos pocos, muchos coleccionistas pasaban un día feliz. Y cuento contado...